jueves, 29 de septiembre de 2016


III

El helicóptero descendió con cuidado sobre una estructura de metal especialmente diseñada. Se trataba de un rectángulo de unos tres metros de alto y cuyo perímetro alcanzaba los 30 metros. En su centro una circunferencia de 4 metros se destacaba, un agujero, pensado para que el cilindro que el helicóptero transportaba fuese depositado allí. Debajo de toda la estructura colocaron un fuerte pie de madera, una especie de tabique que permitía sostener verticalmente la cápsula. El presidente y su equipo observaron la escena del descenso del vehículo detrás de una ventana de plástico transparente que se visualizaba en uno de los lados de la carpa. Las mujeres fueron las primeras, secundadas por los periodistas, en dirigirse hacia la plataforma. Un nuevo cordón de soldados les impidió continuar avanzando. Ana volvía a colocarse el cabello detrás de las orejas e intentaba estirar la mirada por encima de las cabezas que se agolpaban delante de ella. 

El helicóptero estaba pintado en distintas tonalidades de verde y presentaba un número considerable de trazos realizados en color negro. Camuflaje. Era, como había dicho el presidente, un vehículo del ejército. Luego de haber permanecido casi inmóvil a una altura de un metro sobre el nivel de la plataforma, el piloto decidió que ya había calculado lo suficiente y bien el descenso. Guiado, no obstante por dos hombres vestidos con monos anaranjados que le hacían señales a unos cinco metros de la estructura, de pie en la arena del desierto, agitando en ambas manos unas especies de clavas rojas en cuyas extremidades parpadeaban unas intensas luces azules. 

La hélice trasera comenzó a girar hacia la dirección contraria que llevaba haciéndolo hasta ese momento y a una velocidad más reducida; la hélice mayor se mantuvo indemne y el piloto accionó la palanca hacia la trompa del helicóptero que, ahora sí, ganaba de a poco el firme suelo de la plataforma. Hubo algunos leves aplausos, la gente necesitaba alegrías, aunque esas se apoyasen sobre el simple hecho de que un helicóptero descendiera como debía hacerlo y no de otro modo. El hombre de corbata roja dijo algo al oído del presidente y éste asintió con la cabeza. En esos momentos una flota de camiones hacía su aparición en el horizonte amarillo del desierto. Las cabinas de aquellos colosos brillaban al sol como si fueran de fuego. Periodistas y familiares, que tácitamente habían decidido moverse hacia todos lados juntos, giraban sus cabezas ora hacia el helicóptero, ora hacia los camiones que se aproximaban. Pero la estrella de todo aquel asunto, por el momento, fue la cápsula que había viajado en helicóptero desde Buenos Aires hasta allí. En los camiones, tres en total, viajaba la sonda. 

El primer camión trasladaba el “pie” metálico que permitía asir y asegurar la sonda. El segundo traía la sonda misma que era una acerada manguera de 800 metros de longitud, con escamas, como si fuera una víbora de plata, con un sistema de minúsculas roldanas que le permitían ganar la rigidez de un clavo o la ductilidad de una soga, según fuera necesario a la hora de operar. Esa sonda debía identificar el calor humano, descender y ascender cuantas veces fuese necesario hasta agujerear la galería correcta, dar con los cuerpos y regresar en “busca” de la cápsula. El tercer camión trasladaba los sensores con que la extremidad de la sonda iba a ir dotada.   

La temperatura normal del cuerpo humano oscila entre 35 y 37 °C. Los sensores fueron pensados y preparados para poder detectar tres dimensiones de la realidad: por un lado el calor –serían capaces de alertar sobre la presencia calórica de cuerpos entre los 34 y los 40 grados centígrados, esto teniendo en cuenta que algunos mineros podían estar enfermos y su calor corporal no responder a los parámetros considerados normales. También serían capaces de registrar figuras antropomorfas: es decir, formas de vida humanas y no insectos, roedores, larvas o lo que fuera que pudiese andar vivo a aquellas profundidades. Y por último, y quizá lo más destacable del avance tecnológico desarrollado para la ocasión: los sensores eran capaces de detectar en esos cuerpos la presencia de hiperpirexia, que podía resultar mortal si uno ponía esa materia en movimiento. La hiperpirexia es similar a la fiebre, solo que más cruenta y puede causar la muerte, en efecto, si no se deja en la quietud ese cuerpo. Combatir ese síntoma era harto sencillo si uno tenía al paciente sedado y controlado en una pulcra sala de hospital. 

Pero a más de 700 metros de profundidad las cosas podían ponerse complicadas. Teniendo en cuenta que lo que iría a buscar la sonda eran cadáveres, las esperanzas de encontrarlos eran en verdad prácticamente nulas. Eso lo sabía el ministro, el general, el hombrecillo de la corbata roja y el presidente. Pero la operación debía realizarse de todos modos. Había las suficientes cámaras de televisión como para no titubear ante los gastos económicos que todo aquello implicaba. Si la opinión pública costaba esos millones, el gobierno estaba dispuesto a pagarlos. ¿Pero cómo diablos iría a detectar la sonda los cuerpos si esas figuras ya no tenían forma humana? Pregunta que los familiares, gracias a Dios, no se hicieron entre ellos ni a las autoridades encargadas del asunto. ¿Por qué ya no tendrían forma humana? Por la sencilla razón de que si aquella explosión había provocado que la cuna de un bebé
 -ubicada a más de 400 kilómetros- repiqueteara contra el suelo de la habitación, aquellos 33 mineros debían estar no solo desmembrados, piernas por aquí, brazos por allá, sino DESINTEGRADOS. Convertidos en burbujas de detergente. 


¿Qué bendita forma humana iba a ser capaz de detectar la sonda? ¿Qué otro calor más que el calor de un cerebro prendido fuego en algún rincón de una de esas galerías subterráneas? ¿Y qué llevaría al exterior la cápsula sino un montón de culebras ensangrentadas que no serían otra cosa que las vísceras esponjosas de los mineros?

sábado, 19 de diciembre de 2015

Cadáver Exquisito 

(Fragmento de una novela en preparación)


"No podíamos lidiar con la muerte de Roncaglia. Llegó la hora de partir al cementerio marino. Todo lo que vive está desesperado. El chillido moralista de las enfermedades. El mordiscón amoral de una bala que entra por el glúteo y termina acabando con la poesía peruana. Puaj. Qué fábula estúpida y sangrona es la finitud. La mamá que sacó muerto a su hijo durante cuadras en una carretilla porque había llovido y las calles quedaron anegadas y las ambulancias usted sabe señora no me mande a la mierda señora lo siento no podemos enviarla. A la carretilla con el hijo. Cual fardo de arena. Entonces cómo, camarada Roncaglia, excelso vate de las letras del ex virreinato del río de la Plata, del Mercosur, de Latinoamérica, cómo no íbamos a hundirnos bajo tierra para alcanzar las bóvedas de ese banco. Iríamos a poner un comedor y una biblioteca. No, gritaste a los cinco vientos, vamos a comprar una manzana entera, la echamos abajo y construimos el centro cultural más grande del mundo. Porque eras así, José, una hipérbole andante. Y, continuaste, también, por supuesto, vamos a darle de comer a la gente porque hay que tener el estómago lleno para entender a Víctor Hugo, bah, quizá justamente hay que pasar hambre para amar a Hugo. Como sea, comida al estómago y comida al espíritu. Y, continuaste, talleres de todo tipo. Carajo. Si la hacemos bien vamos a hacer mucho ruido. Imaginate. Primero abrimos un centro acá, lo podemos llamar Centro Cultural Mariátegui..."

jueves, 17 de diciembre de 2015

Los perros de la noche (fragmento)



Pintura del artista plástico argentino Sergio Santini

Me contó un pajarito que anduviste cerrando ciertas puertas de la mano del viejo y querido Micifuz. Probaste los merenguitos de la Abuela Nieves? Ah, gracias a Dios que la vieja sigue cocinando de ese modo. Una vez, cierta vez, cierto siglo que en este momento juguetea con mi memoria yo fui el invitado de honor a su mesa, válgame el infierno! Qué opíparo sirvió la vieja en ese entonces! Claro, necesitaba un favor, Ismael, y cuando alguien necesita un favor del diablo nada mejor que atacar su estómago. Somos la gula con patas, sí señor.

Nada mejor que echarnos un bocado a la boca para ponernos alegres. Y seguramente debés haberte orinado los pantalones cuando Matunga, el General, te dijo con su férrea y punzante voz “hete aquí un maricón que necesita disciplina y unos cuantos cuerpo a tierra verdad? Cómo te llamás Niña?”. Ah, sí, el General Matunga. Con decirte que a mí mismo me genera cierto escozor en la barriga su mirada severa y sus modos tan bruscos. Pero en el fondo es un buen pendejo, todo su hacer converge en su tríada existencial “servir a la patria, alabar a Dios y cuidar la familia”. Ah, qué tipo más gracioso. Sabés cómo lo llamaban de pequeño en la escuela? “El gran bodoque de San Telmo” y él contento porque creía que bodoque significaba gigante o fuerte.

Claro que cuando le cayó en las manos un diccionario de sinónimos la mitad de los niños del curso quedaron maltrechos y más de uno fue a dar con sus huesos a una cama de hospital. Dejame adivinar, a que te hizo cantar el Himno Nacional con las manos cruzadas a la espalda, el mentón en alto y la voz en cuello? Ja, ese pendejo me fascina, sí señor. Brindemos pues por las puertas que supimos conseguir!

Golpeó su porrón contra el mío con una enorme sonrisa en los labios, yo encendí un cigarrillo, exhalé el humo que se perdió en las alturas del local y le dije que fuera al grano. Tenía que saber de una buena vez de qué se trataba el ofertón del diablo, el 3 x 1.

En mi corazón el rostro tieso y dolorido de mi padre me apretaba como un puño acerado. Había muerto hacía siete años, sin embargo allí seguía, en la cama del hospital de Haedo. Pero al mismo tiempo, no había yo tomado este tren que rodaba ahora bajo la lluvia, bajo la tormenta perfecta, la tormenta arquetipo, la que no debió nunca haber estado en este mundo, no había yo tomado este tren para ir a limpiar los yuyos que se levantan en su tumba?

Bueno, Ismael, vayamos, como decís, al grano. Esa metáfora agrícola me agrada y mucho. El gatito, el micifuz, dámelo. Entregámelo, esa es tu parte del trato. A cambio te devolvemos la vida de tu viejo, el amor de tu vida y. Acá viene lo mejo, Ismael, arrellanate bien en la silla.
Los hijos de Darwin (fragmento)



Pintura del artista plástico argentino Sergio Santini

*

La puerta que daba a la terraza estaba cerrada con llave. Bien. Ahora ¿qué? “El matafuegos papá, usá el matafuegos” y yo que te decía que no estés tanto tiempo frente a la pantalla del televisor, le dije, y ella sonrió orgullosa. Le di dos codazos al vidrio de la caja que contenía al artefacto y lo desenganché de la pared. Dos, tres, cuatro, nueve golpes desesperados contra el cuerpo de aquella puerta y nada sucedía. El ruido del agua comenzó a sentirse más cercano, más furioso y violento. 

Mi hija me jaló la pierna y señaló hacia abajo. Allí, en ese hueco que dejaba la escalera por la que habíamos subido, se veía la sinuosa serpiente de agua que iba velozmente ganando altura. Nos ahogaríamos si esa maldita puerta no cedía. Pero, aunque cediese, ¿qué haríamos en la terraza los dos solos con la ciudad bajo el agua? (eso porque en ese entonces, ingenuamente, creí que solo se trataba de aquella ciudad donde estábamos pero no, era el mundo entero quien se estaba ahogando).

Comencé a golpear la puerta con una fuerza tal que a mí mismo me sorprendió. La punta del matafuegos estaba toda abollada, temía que aquella cosa pudiese explotarnos en el rostro (¿Pueden explotar los matafuegos? No lo sé, pero eso temí en ese entonces). Finalmente la puerta cedió y ganamos el aire del día. ¡El cielo, Dios mío, qué le había sucedido al cielo! Estaba como si alguien lo hubiese grafiteado con aerosoles de distinto color. Y tan cercano que daba la impresión de que bastaría estirar la mano para tocarlo. La ciudad había quedado sepultada bajo el agua, solo los edificios más altos asomaban una débil cúpula. Nosotros estábamos sobre uno de ellos. Aunque no por mucho tiempo. El agua ya nos estaba mojando los pies, nada podíamos ya hacer. Éramos mi hija y yo en la terraza de una de las pocas obras del hombre que todavía se dejaba ver. Solo un milagro podía salvarnos. Y el milagro llegó.
Nina (fragmento)



Pintura del artista plástico argentino Sergio Santini





# La tormenta nos trajo a Nina

La historia de Nina nos fue narrada por una alumna en un colegio secundario de la localidad de Villa Elisa, escuela en la que trabajé como profesor de literatura durante varios años. Ocurrió un día en que la tormenta se presentó con sus típicos atuendos de truenos, relámpagos y rayos. El colegio estaba casi vacío, fue poco el alumnado que asistió a clases ya que la mayoría de aquella comunidad educativa vive en barrios cuyas calles tienden a anegarse con docilidad. Entonces los profesores decidimos juntar a los alumnos de los diferentes cursos en un solo salón y contarnos historias de terror. 


Esta actividad en la escuela siempre resulta un buen paliativo contra el aburrimiento y permite además la ejercitación de la oralidad. Algunas historias eran previsibles ya sea por la sencillez de la trama o porque las conocíamos en versiones diferentes; y otras lograron erizarnos la piel o, cuanto menos, interesarnos la atención. Pero sin duda alguna la historia que más nos estremeció fue la de Nina. Cuando ya casi todos habíamos contado algún hecho sobrenatural, alguna historia fantástica, la alumna -que llamaré Luna- permanecía en silencio y con la mirada puesta en la monotonía de la lluvia detrás de los vidrios de la ventana. El día recién comenzaba pero estaba oscuro. Muy oscuro. “Luna, ¿no querés compartirnos alguna historia de miedo?” le pregunté mientras me acercaba a su banco. 

Ella bajó la vista y susurró algo que ninguno de los presentes escuchó. “Luna, si podés hablanos más alto porque con la lluvia que cae no se escucha nada”. Entonces Luna compuso su cuerpo en la silla y, entrecruzando los dedos sobre el banco de estudio, dijo “solo conozco la historia de Nina, pero no es un cuento, es una historia real, da mucho miedo, a mí me da mucho miedo, me la contó mi tío, sucedió acá cerca, si quieren se las cuento”. Al unísono gritamos “¡sí, queremos!”. Craso error. Pocos de nosotros olvidaremos lo que aquel día escuchamos. Se trataba solo de un juego narrativo, de pasar el tiempo contando historias para entretenernos, de narrarnos hechos sobrenaturales. Cuando Luna terminó de contar la historia faltaban todavía más de veinte minutos para que tocara el timbre que anuncia la finalización de la jornada educativa; todo ese tiempo permanecimos en silencio, nadie se miraba a los ojos, como si cada uno por pudor hubiera buscado cierta intimidad consigo mismo. 

Tal vez para tomar consciencia hasta qué punto aquella narración nos había afectado. Cuando los alumnos se retiraron del colegio yo me dirigí a la sala de profesores para firmar el parte diario y el libro de temas. Había terminado con aquello y en el momento de retirarme de la sala me llevé un gran susto. De pie estaba la mujer que cuidaba la portería en el horario de la mañana y, al girar sobre mis talones, allí la encontré. Nuestros rostros se hallaron a una distancia muy breve, recuerdo que me sorprendió notar tres pelitos en un lunar que tenía en su barbilla, detalle que hasta ese entonces me había resultado desconocido. 

La mujer cerró la puerta de la sala y volviéndose hacia mí me dijo “profesor, no pude evitar oír parte de la historia de esa niña desgraciada… usted no debió permitir que Luna la contara, no es bueno a veces conocer ciertas cosas”. Ya me estaba fastidiando un poco todo aquello y, con la amabilidad que se merecía, le supliqué que fuese un poco más clara en lo que intentaba decirme. La mujer miró hacia ambos lados, como si temiese que alguien nos escuchara –cosa que me perturbó un poco ya que solo quedábamos ella y yo en el colegio-, y en un agónico susurro dijo “lo que Luna les contó ocurrió en verdad, hace no muchos años. Nina venía a este colegio. Pobrecita. Lo que le ocurrió ensució a toda la comunidad, todos fuimos sospechosos, todos caminábamos por la avenida principal con la cabeza gacha y los ojos clavados en las baldosas, teníamos vergüenza de mirarnos a la cara. Entre quienes conocemos la historia, existe –créame- una necesidad de silencio y olvido estremecedores. Insisto, profesor, no vuelva usted a permitir que se hable de Nina. Hay fuerzas en este mundo que no comprendemos y, créame, es mejor no intentar hacerlo. Nunca”. 

Yo la observé un momento, esperando el guiño de ojo y la posterior risotada, o el gesto más leve que me permitiera inferir que todo aquello no era sino una broma de mal gusto, pero nada de eso ocurrió. La mujer se disculpó por “si el tono de mi voz no fue cordial pero, profesor, no se debe a enfado sino a miedo” y luego abrió la puerta y se retiró. Yo me quedé en medio de la sala, con la lapicera en la mano y oyendo caer la lluvia que había redoblado su fuerza. Tomé el portafolio del suelo, me cubrí la cabeza con él, salí del colegio y comencé a trotar bajo la tormenta como si fuera el último hombre sobre la Tierra.
Por nada del mundo (fragmento)



Pintura del artista plástico argentino Sergio Santini




Tchaikovsky


El cielo se oscureció completamente entre las 21:50 y las 21:55 de aquel lunes 5 de septiembre de 2011. Pero eso no será narrado aquí. La cuestión es que Lacan salió de la capilla de San Ponciano aquel domingo a las 20 horas. Buscó en su morral un paquete de cigarrillos. Estaba a solo un día de la primavera pero el frío de esa última noche de invierno era cruel y obstinado. Se sentía solo. Cruzó la calle Suassai como si estuviera atravesando un río. Nadie se baña dos veces en el mismo río, ¿verdad Lacan?, se dijo y beso la parte interna de su antebrazo derecho. Los altos focos de las luces lograban desprender formas fantasmales a sus costados. Caminaba como en un sueño pesado, caminaba como si sus pies fuesen bebiendo litros de baldosas.


Como si su garganta de pronto se escapase de sí y se subiese sola a un taxi y lo dejase allí aún más solo, más perro, más estúpido. Acostado a la entrada de un bello edificio del centro un mendigo estiraba el brazo, en su extremo una mano ennegrecida por la tierra sostenía una lata mal abierta de arvejas. Penosamente podía verse la etiqueta. Allí estaba la marca en el envase. Lacan recordó los artefactos de Nicanor Parra. La media luna de aluminio que hacía de tapa tenía sus dientes hacia el cielo. Hacia ese mismo cielo al que él, Lacan, había estado rezando hacía apenas unos minutos. Una ayudita que Dios va a agradecérselo.


Cuando pasó por su lado el olor a basura le recordó al personaje de una novela que también olía a basura. Sus ojos era azules como el océano, la comparación es lamentable pero certera. Si uno hubiera asomado sus narices a aquellos ojos seguramente hubiera visto peces andando de un lugar a otro, arrecifes, sirenas. Su cabello no estaba encanecido en su totalidad pero poco le faltaba. Olía a basura. Lacan decidió que iba a dar muchas vueltas manzanas para verlo una y otra vez. Cuando al fin lo dejó a sus espaldas sintió alivio. No quería darle dinero. No quería sentir en su alma la elevación espiritual que provoca la bondad. Antes hubiera querido pisotearlo y golpearlo con un bastón hasta dejarlo muerto sobre la acera, recordó aquella escena en que Edward Hyde hiciera lo propio con el señor Carew y sonrió satisfecho. Él era un canalla y los canallas solo deben hacer canalladas. Dobló en la esquina. Carteles que denunciaban la corrupción en la facultad de ciencias económicas estaban por todos lados.


Esas minuciosidades de la vida cotidiana lo asqueaban pero valoraba el hecho de que hubiese gente que se preocupara por esos asuntos. El mundo se va al carajo, dijo y se pasó una mano por la boca. Volvió a pitar su cigarrillo y la ceniza le cayó en el dedo índice. La sacudió en el aire y se encogió de hombros. Cerró levemente los ojos para recordar el rojo cabello de una mujer que estaba sentada dos bancos más adelante en la iglesia. Lo había estado mirando durante un largo rato, fascinado en ese color, imaginando que sus dedos blancos y largos se hundían en esa cabellera de fuego, que luego de hundir la mano, seguiría el brazo y luego pasaría una pierna y luego el cuerpo entero. Se imaginó dentro de ese bosque rojizo, donde los pájaros serían rojos, y la tierra roja, frutos, insectos rojos, el olor de la madera enardecida. La visión del gran bosque de fuego se agotó cuando todos a su alrededor se arrodillaron y llevaron sus manos al centro del pecho. Sonaron unas leves campanitas. Eso le agradaba. Abandonó definitivamente el bosque rojo y se entregó con pasión renovada a la oración. Era un canalla. Pero hasta a los canallas Dios escucha.


Dios era un buen tipo después de todo. ¿Verdad Lacan? Las campanitas volvieron a sonar y él cerró los ojos y recordó la iglesia de San Cayetano a la entrada de la ciudad, cerca de la estación de servicio donde vendían aquella chocolatada tan rica que nunca podía comprarse. Todo esto de niño, claro. Allí su madre lo había bautizado. Y antes de que eso ocurriese habían ido muchos domingos seguidos a la misa. Las campanitas actuales le recordaron las campanitas pasadas, el rostro de su madre, el olor de su madre, cada madre huele con un olor particular. Y cuando muere todo lo que nos queda son sus olores, el olor de sus ropas, el olor de sus labiales, el olor de sus carteras.


Quienes prueban el pecho y la leche materna andan toda su vida con ese olor en la boca, aunque luego se lleven mil tetas a los labios. Eso creía Lacan que ahora doblaba la tercera esquina. El viento golpeaba con insistencia por todos los costados. Hundió en su gabán ambas manos, tenía ya el rostro percudido. Sin embargo, no era un hombre viejo, su edad no era la de sus padres –todavía- pero sus huesos se sentían débiles. ¿Cuánto hace que no me río con la boca echada hacia atrás como si fuese a tragarme un pedazo de mundo? Eso, la tristeza, lo había vuelto viejo. Canalla. Pero por suerte Dios también ama a los de su tipo, ¿verdad? Una patrulla policial pasó con lentitud a su lado. Recordó el cuento de Bradbury y sonrió. ¿Qué hace usted a esta hora en pleno centro deshabitado caminando solo por estas calles? Imaginó que una voz metálica le decía. Y yo –dijo Lacan en voz alta- y yo qué podría contestar. Acá meando oficial. Meando rumbo a las estrellas, me sonaré la nariz con las estrellas y brindaré por las putas de Amsterdam. Porque no soy otra cosa que un viejo marinero. ¿Conocen el poema del viejo marinero? Ah, no se pierden mucho.


Esta noche, oficiales, no me lleven el apunte. Vengo de la casa de Dios y me siento un Intocable. Creo que podría asesinar a un hombre con mis propias manos y evitar el castigo de la corte, creo que podría chuparle la boca a una mujer, porque sí, sin conocerla, en plena parada de autobús (¿me permiten decir autobús en lugar de colectivo? Siempre quise ser un personaje de Onetti), les decía, oficiales, que podría lamerle la lengua a una mujer sin previo aviso, sin carta de presentación y evitar insultos y patadas infraestomacales. Porque esta noche estoy yendo directamente a la Ciudad de los Excrementos y no creo que ustedes quieran acompañarme. La patrulla policial se perdió a lo lejos, justo detrás del cartel de Coca- Cola. Infame mundo de clavículas dispares, dijo Lacan en voz baja y se sacó una miga del bolsillo. Ahora estaba doblando la cuarta esquina. Frente a sí la fachada de la iglesia se levantaba como la mirada piadosa de un gigante. Ya volveré al tema de la Tragedia y la Comedia pero antes un breve repaso de lo que sucedió aquel día en que el cielo se oscureció completamente entre las 21:50 y las 21:55 de aquel 5 de septiembre de 2011.


Los altos tubos de luz se le antojaban faroles de fines del diecinueve. Una pequeña marioneta de neblina había comenzado a caer. Allá, tirado sobre el frío mármol inhospitalario de un bello edificio, el mendigo estiraba la mano. Una lata de arvejas mal abierta. A Lacan le dio vergüenza recordar a Popeye. Pop Eye. El del ojo grande. Como Gran Hermano, ese otro ojo grande. Y ahora las ciudades llenas de estúpidas cámaras de seguridad eran la copia insulsa de 1984. Me cago en la filantropía, dijo Lacan y se acomodó el sombrero de Eliot Ness que le había regalado Kristina, una compañera de trabajo. Creó un barco mental que duró poco mas lo llevó lejos. Un barco loco, un barco ebrio. En cubierta su propia consciencia, materializada ahora en un pequeño elefante parlanchín le decía, o mejor, se decían. ¿Si ayudamos a este mendigo seremos menos canallas? Respuesta: no, no lo seremos. No ocurrirá tal cosa. Eso que piensas, jamás ocurrirá. Si lo ayudamos y somos vistos por Dios seremos recompensados de algún modo. No lo sé, un cáncer menos, un granito menos, una mujer menos que nos haga cornudos, un hombre menos que nos pise el pie en la cola del banco. Nada de eso. Lo sabemos. Hemos vivido lo suficiente para estar seguros de eso. Si no lo ayudamos no pasa nada. No pasa nada, son todos garcas, ¿verdad? La moral es una mucama con cama adentro y prostíbulo fuera.


Podemos hacerle daño impunemente. Por ejemplo, podemos pararnos frente a él, sacar afuera el sexo, sacudirlo y luego orinar dentro de esa estúpida lata de arvejas que sostiene en su mano. Podemos violarlo, aún tenemos suficiente fuerza para sujetarlo y penetrarlo: por el solo placer de sentir cómo la degradación y la estulticia nos corroe el alma. Podemos hacerle tanto daño hasta convertirnos en un momento, digamos, de aquí a 12 o 13 minutos, en el hombre más execrable que haya jamás pisado la tierra. Podemos superar al Enano Orejudo, podemos superar a Judas, a Hitler, a Jack the Ripper. Podemos siempre estar un paso más allá de Lucifer. Podemos llevarlo a casa con engaños y promesas de una vida digna, le diremos, por ejemplo, que tendrá comida a diario y una ducha caliente, el mendigo aceptará y vendrá confiado a nosotros.


Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo ten piedad de nosotros, cordero de Dios que quitas el pecado del mundo danos la paz. Entonces lo encadenaremos en el baño y día tras día hasta que muera lo torturaremos. Lo humillaremos y al hacerlo nos estaremos hundiendo y elevando más y más en el abismo montañoso de la condición misántropa del hombre. Como en aquel cuento del enamorado que sufre y tortura una flor para torturar al universo entero. Creo que el cuento es de Macedonio Fernández. Descenso del barco ebrio. Nuevamente la realidad.


La realidad le mostraba a un mendigo oloroso y harapiento tirado justo a la altura de sus pies. Olía a basura. Sus ojos eran azules como una hoja azul de un árbol azul del período azul de Picasso. “¿Qué mira?” dijo el mendigo con una voz tan cavernosa que sobresaltó los huesos de Lacan. “Solo he venido a mirar el jardín” dijo y sonrió. “Pues, lárguese, estoy esperando al ángel de la comida”. “Soy yo” dijo Lacan y mostró una arrugada propaganda de Macdonald´s que estaba en el bolsillo derecho de su gabán. El mendigo abrió los enormes ojos oceánicos y un gran tiburón blanco apareció en ellos. El tiburón del hambre. El folleto mostraba una triple hamburguesa con pepinos y queso. Lacan ayudó al mendigo a incorporarse y caminaron juntos las tres cuadras que los separaban del local Mcdonald´s. Ya tendría tiempo de ir a hundir sus zapatos en la Ciudad de los Excrementos. “Está lloviendo” dijo el mendigo. “Sí” respondió Lacan, lo abrazó y apuraron el paso.
Amanda y el Minotauro (fragmento)


Pintura del artista plástico argentino Sergio Santini

Capítulo 10

Uno podría viajar a cualquier parte. Y, para qué? para pasarse los días mirando el cielo o los pájaros en el cielo, cada vez con mayores indecisiones morales, con el aburrimiento lamiéndome los dedos de los pies. Habían sido unos meses terribles. Había llamado con todos los nombres posibles a todos los seres posibles y, sin embargo, allí estaba ahora. En otro viaje. Aquellos dos viejos lo esperaban. Él los amaba y ellos lo amaban, pero hay ciertos momentos de existir y padecer donde el amor se queda jadeando con la lengua afuera y no alcanza a tocar los talones del atleta.

Qué había ocurrido en los últimos meses? Si pudiera recordarlo dejaría de andar de un lado a otro. Eso era lo único que tenía en claro. Pero de qué le servía? Miraba el paisaje. Los postes de luz. Las llanuras bonaerenses. El sol del mundo. Mala suerte, se dijo, y cerró los ojos para dormir. No sé cómo ocurrió. No habría civilización posible donde poder vivir una existencia que no levantase rumores, sospechas, desconfianzas. Nunca había estado preparado para una vida solitaria. Esa era la verdad.Pero ya no podía vivir dentro de una trinchera. 

No, claro que no. Buenos Aires invisible. Me alejo de vos. Una vez más. Me acerqué a la ventanilla y vi que arrastraban una vaca que tenía las vísceras colgando; la arrastraban cinco peones, por pleno campo. Algunos de ellos le daban patadas. Momentos después una elevada loma no me permitió seguir mirando la escena.
Estamos dominados y transidos por el lenguaje. Todo es lenguaje. Esa violencia responde al lenguaje. La ausencia de lenguaje también engendra violencia. Qué habrá sido de los amigos que una vez ocuparon los primeros peldaños en la escala de mi satisfacción? Algunos ya deben de estar casados, con panza y con hijos. Otros quizá hayan muerto, porqué no. Ella mi lenguaje.

Uno oculta constantemente miserias, eso es así. Pero esas miserias también son razones. Luces. El miedo, el odio y demás impulcritudes del espíritu humano que uno esconde bajo el pellejo no son otra cosa que luces, razones. Y duele tanto esa certeza. Viajar a cualquier parte, sí. Y, para qué?
Si uno se lleva a sí mismo como quien arrastra una bolsa de basura. O una piedra. Quién de nosotros es Sísifo, quién la roca?