jueves, 29 de septiembre de 2016


III

El helicóptero descendió con cuidado sobre una estructura de metal especialmente diseñada. Se trataba de un rectángulo de unos tres metros de alto y cuyo perímetro alcanzaba los 30 metros. En su centro una circunferencia de 4 metros se destacaba, un agujero, pensado para que el cilindro que el helicóptero transportaba fuese depositado allí. Debajo de toda la estructura colocaron un fuerte pie de madera, una especie de tabique que permitía sostener verticalmente la cápsula. El presidente y su equipo observaron la escena del descenso del vehículo detrás de una ventana de plástico transparente que se visualizaba en uno de los lados de la carpa. Las mujeres fueron las primeras, secundadas por los periodistas, en dirigirse hacia la plataforma. Un nuevo cordón de soldados les impidió continuar avanzando. Ana volvía a colocarse el cabello detrás de las orejas e intentaba estirar la mirada por encima de las cabezas que se agolpaban delante de ella. 

El helicóptero estaba pintado en distintas tonalidades de verde y presentaba un número considerable de trazos realizados en color negro. Camuflaje. Era, como había dicho el presidente, un vehículo del ejército. Luego de haber permanecido casi inmóvil a una altura de un metro sobre el nivel de la plataforma, el piloto decidió que ya había calculado lo suficiente y bien el descenso. Guiado, no obstante por dos hombres vestidos con monos anaranjados que le hacían señales a unos cinco metros de la estructura, de pie en la arena del desierto, agitando en ambas manos unas especies de clavas rojas en cuyas extremidades parpadeaban unas intensas luces azules. 

La hélice trasera comenzó a girar hacia la dirección contraria que llevaba haciéndolo hasta ese momento y a una velocidad más reducida; la hélice mayor se mantuvo indemne y el piloto accionó la palanca hacia la trompa del helicóptero que, ahora sí, ganaba de a poco el firme suelo de la plataforma. Hubo algunos leves aplausos, la gente necesitaba alegrías, aunque esas se apoyasen sobre el simple hecho de que un helicóptero descendiera como debía hacerlo y no de otro modo. El hombre de corbata roja dijo algo al oído del presidente y éste asintió con la cabeza. En esos momentos una flota de camiones hacía su aparición en el horizonte amarillo del desierto. Las cabinas de aquellos colosos brillaban al sol como si fueran de fuego. Periodistas y familiares, que tácitamente habían decidido moverse hacia todos lados juntos, giraban sus cabezas ora hacia el helicóptero, ora hacia los camiones que se aproximaban. Pero la estrella de todo aquel asunto, por el momento, fue la cápsula que había viajado en helicóptero desde Buenos Aires hasta allí. En los camiones, tres en total, viajaba la sonda. 

El primer camión trasladaba el “pie” metálico que permitía asir y asegurar la sonda. El segundo traía la sonda misma que era una acerada manguera de 800 metros de longitud, con escamas, como si fuera una víbora de plata, con un sistema de minúsculas roldanas que le permitían ganar la rigidez de un clavo o la ductilidad de una soga, según fuera necesario a la hora de operar. Esa sonda debía identificar el calor humano, descender y ascender cuantas veces fuese necesario hasta agujerear la galería correcta, dar con los cuerpos y regresar en “busca” de la cápsula. El tercer camión trasladaba los sensores con que la extremidad de la sonda iba a ir dotada.   

La temperatura normal del cuerpo humano oscila entre 35 y 37 °C. Los sensores fueron pensados y preparados para poder detectar tres dimensiones de la realidad: por un lado el calor –serían capaces de alertar sobre la presencia calórica de cuerpos entre los 34 y los 40 grados centígrados, esto teniendo en cuenta que algunos mineros podían estar enfermos y su calor corporal no responder a los parámetros considerados normales. También serían capaces de registrar figuras antropomorfas: es decir, formas de vida humanas y no insectos, roedores, larvas o lo que fuera que pudiese andar vivo a aquellas profundidades. Y por último, y quizá lo más destacable del avance tecnológico desarrollado para la ocasión: los sensores eran capaces de detectar en esos cuerpos la presencia de hiperpirexia, que podía resultar mortal si uno ponía esa materia en movimiento. La hiperpirexia es similar a la fiebre, solo que más cruenta y puede causar la muerte, en efecto, si no se deja en la quietud ese cuerpo. Combatir ese síntoma era harto sencillo si uno tenía al paciente sedado y controlado en una pulcra sala de hospital. 

Pero a más de 700 metros de profundidad las cosas podían ponerse complicadas. Teniendo en cuenta que lo que iría a buscar la sonda eran cadáveres, las esperanzas de encontrarlos eran en verdad prácticamente nulas. Eso lo sabía el ministro, el general, el hombrecillo de la corbata roja y el presidente. Pero la operación debía realizarse de todos modos. Había las suficientes cámaras de televisión como para no titubear ante los gastos económicos que todo aquello implicaba. Si la opinión pública costaba esos millones, el gobierno estaba dispuesto a pagarlos. ¿Pero cómo diablos iría a detectar la sonda los cuerpos si esas figuras ya no tenían forma humana? Pregunta que los familiares, gracias a Dios, no se hicieron entre ellos ni a las autoridades encargadas del asunto. ¿Por qué ya no tendrían forma humana? Por la sencilla razón de que si aquella explosión había provocado que la cuna de un bebé
 -ubicada a más de 400 kilómetros- repiqueteara contra el suelo de la habitación, aquellos 33 mineros debían estar no solo desmembrados, piernas por aquí, brazos por allá, sino DESINTEGRADOS. Convertidos en burbujas de detergente. 


¿Qué bendita forma humana iba a ser capaz de detectar la sonda? ¿Qué otro calor más que el calor de un cerebro prendido fuego en algún rincón de una de esas galerías subterráneas? ¿Y qué llevaría al exterior la cápsula sino un montón de culebras ensangrentadas que no serían otra cosa que las vísceras esponjosas de los mineros?