jueves, 17 de diciembre de 2015

El niño que vale 400.000.000 de dólares (fragmento)


Pintura del artista plástico argentino Sergio Santini

Tercera parte, capítulo dos

La ambulancia no llegaba. Estábamos en el hospital desde hacía horas. Yo no rezaba, no podía rezar. Apelmazado en un descanso de la escalera, sin lágrimas, sin palabras, lesionado en el más leve intento de representación mental de una cosa. La cartera de mi mamá y su valija de trabajo apoyadas en el suelo, en ese piso de piedritas marrones que tanto tenía de ajeno e indescifrable, junto a una estufa gigantesca que no ardía porque era septiembre y se estaba rayando el invierno y estaban llegando los días de las flores, los cortinados donde los perfumes como rabiosos jabalíes atropellaban las diagonales de la ciudad.
El tilo comenzaba a abrir su boca amarilla en las veredas y en los balcones, dejando en las narices de los perros una picazón molesta que los hacía aullar de rabia. Porque era septiembre y un cielo grotescamente azul se comía las ventanas, penetraba con sus velas infinitas los pasillos del hospital. Jadeaba las paredes rayadas por el roce de las sillas de rueda, por los golpes de las camillas apuradas, por las patadas de los familiares que insultan a los médicos y a Dios cuando el tío, el hijo, la madre, el abuelo mueren.

El sol apoyaba sus manos en esas paredes con fechas de nacimientos “hoy naciste Ricardito, te amamos, la tía Luján y el tío Toto”, con agradecimientos “gracias Gauchito Gil por sanar a mi papá, vos sos mi mejor amigo”, con referencias al mundo exterior “River amargo, aguante Boca”. Le escuché decir a un médico, hombre canoso, anteojos a lo Trotski y de mirada dura, que se estaban desperdiciando horas preciosas; que si la ambulancia llegase se tendrían mayores posibilidades, que se estaba perdiendo tiempo.
Apretó el botón rojo del ascensor, esperó unos segundos, sus zapatos brillaban contra la luz del sol, eran negros, con cordones negros, abrió las puertas y un ruido mecánico descendió llevándoselo a otra dimensión. No volví a verlo jamás. Fue como el personaje de una obra de teatro que tira unas líneas trascendentales pero que en sí mismo carece de importancia.

Que aparece por el lado derecho de la escena y desaparece por la izquierda, con una pequeña luz que lo toca desde la distancia. Debí haberlo seguido. Haber bajado las escaleras precipitadamente, como un condenado, haberlo buscado entre los guardapolvos de los pasillos, tomádolo del codo y haberle dicho, mirándolo a los ojos, “¿hablabas de la señora rubia que tuvo un ataque cerebral?, contestame rápido, hablabas de ella?, porque si hablabas de ella te informo que es mi mamá, vos querés decir que nadie está haciendo nada porque estamos esperando un estúpido bólido de cuatro ruedas y que el tiempo que se está perdiendo la está matando de a poco?” pero no lo seguí.
El ascensor se lo llevó y yo me quedé mirando el tiempo, ahora lo tenía allí delante, como si fuera una barra azul, yo veía el tiempo. Podía tocarlo, estaba allí, como un tubo de luz azul y fluorescente, el tiempo se devoraba el acero de la ambulancia, cada tornillo, cada centímetro de su motor, la luz de giro, el limpiaparabrisas, todo, el tiempo se engullía la ambulancia, se comía su cruz verde, eructaba su sirena. El tiempo estaba almorzándose a Mamá.

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