jueves, 17 de diciembre de 2015

Por nada del mundo (fragmento)



Pintura del artista plástico argentino Sergio Santini




Tchaikovsky


El cielo se oscureció completamente entre las 21:50 y las 21:55 de aquel lunes 5 de septiembre de 2011. Pero eso no será narrado aquí. La cuestión es que Lacan salió de la capilla de San Ponciano aquel domingo a las 20 horas. Buscó en su morral un paquete de cigarrillos. Estaba a solo un día de la primavera pero el frío de esa última noche de invierno era cruel y obstinado. Se sentía solo. Cruzó la calle Suassai como si estuviera atravesando un río. Nadie se baña dos veces en el mismo río, ¿verdad Lacan?, se dijo y beso la parte interna de su antebrazo derecho. Los altos focos de las luces lograban desprender formas fantasmales a sus costados. Caminaba como en un sueño pesado, caminaba como si sus pies fuesen bebiendo litros de baldosas.


Como si su garganta de pronto se escapase de sí y se subiese sola a un taxi y lo dejase allí aún más solo, más perro, más estúpido. Acostado a la entrada de un bello edificio del centro un mendigo estiraba el brazo, en su extremo una mano ennegrecida por la tierra sostenía una lata mal abierta de arvejas. Penosamente podía verse la etiqueta. Allí estaba la marca en el envase. Lacan recordó los artefactos de Nicanor Parra. La media luna de aluminio que hacía de tapa tenía sus dientes hacia el cielo. Hacia ese mismo cielo al que él, Lacan, había estado rezando hacía apenas unos minutos. Una ayudita que Dios va a agradecérselo.


Cuando pasó por su lado el olor a basura le recordó al personaje de una novela que también olía a basura. Sus ojos era azules como el océano, la comparación es lamentable pero certera. Si uno hubiera asomado sus narices a aquellos ojos seguramente hubiera visto peces andando de un lugar a otro, arrecifes, sirenas. Su cabello no estaba encanecido en su totalidad pero poco le faltaba. Olía a basura. Lacan decidió que iba a dar muchas vueltas manzanas para verlo una y otra vez. Cuando al fin lo dejó a sus espaldas sintió alivio. No quería darle dinero. No quería sentir en su alma la elevación espiritual que provoca la bondad. Antes hubiera querido pisotearlo y golpearlo con un bastón hasta dejarlo muerto sobre la acera, recordó aquella escena en que Edward Hyde hiciera lo propio con el señor Carew y sonrió satisfecho. Él era un canalla y los canallas solo deben hacer canalladas. Dobló en la esquina. Carteles que denunciaban la corrupción en la facultad de ciencias económicas estaban por todos lados.


Esas minuciosidades de la vida cotidiana lo asqueaban pero valoraba el hecho de que hubiese gente que se preocupara por esos asuntos. El mundo se va al carajo, dijo y se pasó una mano por la boca. Volvió a pitar su cigarrillo y la ceniza le cayó en el dedo índice. La sacudió en el aire y se encogió de hombros. Cerró levemente los ojos para recordar el rojo cabello de una mujer que estaba sentada dos bancos más adelante en la iglesia. Lo había estado mirando durante un largo rato, fascinado en ese color, imaginando que sus dedos blancos y largos se hundían en esa cabellera de fuego, que luego de hundir la mano, seguiría el brazo y luego pasaría una pierna y luego el cuerpo entero. Se imaginó dentro de ese bosque rojizo, donde los pájaros serían rojos, y la tierra roja, frutos, insectos rojos, el olor de la madera enardecida. La visión del gran bosque de fuego se agotó cuando todos a su alrededor se arrodillaron y llevaron sus manos al centro del pecho. Sonaron unas leves campanitas. Eso le agradaba. Abandonó definitivamente el bosque rojo y se entregó con pasión renovada a la oración. Era un canalla. Pero hasta a los canallas Dios escucha.


Dios era un buen tipo después de todo. ¿Verdad Lacan? Las campanitas volvieron a sonar y él cerró los ojos y recordó la iglesia de San Cayetano a la entrada de la ciudad, cerca de la estación de servicio donde vendían aquella chocolatada tan rica que nunca podía comprarse. Todo esto de niño, claro. Allí su madre lo había bautizado. Y antes de que eso ocurriese habían ido muchos domingos seguidos a la misa. Las campanitas actuales le recordaron las campanitas pasadas, el rostro de su madre, el olor de su madre, cada madre huele con un olor particular. Y cuando muere todo lo que nos queda son sus olores, el olor de sus ropas, el olor de sus labiales, el olor de sus carteras.


Quienes prueban el pecho y la leche materna andan toda su vida con ese olor en la boca, aunque luego se lleven mil tetas a los labios. Eso creía Lacan que ahora doblaba la tercera esquina. El viento golpeaba con insistencia por todos los costados. Hundió en su gabán ambas manos, tenía ya el rostro percudido. Sin embargo, no era un hombre viejo, su edad no era la de sus padres –todavía- pero sus huesos se sentían débiles. ¿Cuánto hace que no me río con la boca echada hacia atrás como si fuese a tragarme un pedazo de mundo? Eso, la tristeza, lo había vuelto viejo. Canalla. Pero por suerte Dios también ama a los de su tipo, ¿verdad? Una patrulla policial pasó con lentitud a su lado. Recordó el cuento de Bradbury y sonrió. ¿Qué hace usted a esta hora en pleno centro deshabitado caminando solo por estas calles? Imaginó que una voz metálica le decía. Y yo –dijo Lacan en voz alta- y yo qué podría contestar. Acá meando oficial. Meando rumbo a las estrellas, me sonaré la nariz con las estrellas y brindaré por las putas de Amsterdam. Porque no soy otra cosa que un viejo marinero. ¿Conocen el poema del viejo marinero? Ah, no se pierden mucho.


Esta noche, oficiales, no me lleven el apunte. Vengo de la casa de Dios y me siento un Intocable. Creo que podría asesinar a un hombre con mis propias manos y evitar el castigo de la corte, creo que podría chuparle la boca a una mujer, porque sí, sin conocerla, en plena parada de autobús (¿me permiten decir autobús en lugar de colectivo? Siempre quise ser un personaje de Onetti), les decía, oficiales, que podría lamerle la lengua a una mujer sin previo aviso, sin carta de presentación y evitar insultos y patadas infraestomacales. Porque esta noche estoy yendo directamente a la Ciudad de los Excrementos y no creo que ustedes quieran acompañarme. La patrulla policial se perdió a lo lejos, justo detrás del cartel de Coca- Cola. Infame mundo de clavículas dispares, dijo Lacan en voz baja y se sacó una miga del bolsillo. Ahora estaba doblando la cuarta esquina. Frente a sí la fachada de la iglesia se levantaba como la mirada piadosa de un gigante. Ya volveré al tema de la Tragedia y la Comedia pero antes un breve repaso de lo que sucedió aquel día en que el cielo se oscureció completamente entre las 21:50 y las 21:55 de aquel 5 de septiembre de 2011.


Los altos tubos de luz se le antojaban faroles de fines del diecinueve. Una pequeña marioneta de neblina había comenzado a caer. Allá, tirado sobre el frío mármol inhospitalario de un bello edificio, el mendigo estiraba la mano. Una lata de arvejas mal abierta. A Lacan le dio vergüenza recordar a Popeye. Pop Eye. El del ojo grande. Como Gran Hermano, ese otro ojo grande. Y ahora las ciudades llenas de estúpidas cámaras de seguridad eran la copia insulsa de 1984. Me cago en la filantropía, dijo Lacan y se acomodó el sombrero de Eliot Ness que le había regalado Kristina, una compañera de trabajo. Creó un barco mental que duró poco mas lo llevó lejos. Un barco loco, un barco ebrio. En cubierta su propia consciencia, materializada ahora en un pequeño elefante parlanchín le decía, o mejor, se decían. ¿Si ayudamos a este mendigo seremos menos canallas? Respuesta: no, no lo seremos. No ocurrirá tal cosa. Eso que piensas, jamás ocurrirá. Si lo ayudamos y somos vistos por Dios seremos recompensados de algún modo. No lo sé, un cáncer menos, un granito menos, una mujer menos que nos haga cornudos, un hombre menos que nos pise el pie en la cola del banco. Nada de eso. Lo sabemos. Hemos vivido lo suficiente para estar seguros de eso. Si no lo ayudamos no pasa nada. No pasa nada, son todos garcas, ¿verdad? La moral es una mucama con cama adentro y prostíbulo fuera.


Podemos hacerle daño impunemente. Por ejemplo, podemos pararnos frente a él, sacar afuera el sexo, sacudirlo y luego orinar dentro de esa estúpida lata de arvejas que sostiene en su mano. Podemos violarlo, aún tenemos suficiente fuerza para sujetarlo y penetrarlo: por el solo placer de sentir cómo la degradación y la estulticia nos corroe el alma. Podemos hacerle tanto daño hasta convertirnos en un momento, digamos, de aquí a 12 o 13 minutos, en el hombre más execrable que haya jamás pisado la tierra. Podemos superar al Enano Orejudo, podemos superar a Judas, a Hitler, a Jack the Ripper. Podemos siempre estar un paso más allá de Lucifer. Podemos llevarlo a casa con engaños y promesas de una vida digna, le diremos, por ejemplo, que tendrá comida a diario y una ducha caliente, el mendigo aceptará y vendrá confiado a nosotros.


Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo ten piedad de nosotros, cordero de Dios que quitas el pecado del mundo danos la paz. Entonces lo encadenaremos en el baño y día tras día hasta que muera lo torturaremos. Lo humillaremos y al hacerlo nos estaremos hundiendo y elevando más y más en el abismo montañoso de la condición misántropa del hombre. Como en aquel cuento del enamorado que sufre y tortura una flor para torturar al universo entero. Creo que el cuento es de Macedonio Fernández. Descenso del barco ebrio. Nuevamente la realidad.


La realidad le mostraba a un mendigo oloroso y harapiento tirado justo a la altura de sus pies. Olía a basura. Sus ojos eran azules como una hoja azul de un árbol azul del período azul de Picasso. “¿Qué mira?” dijo el mendigo con una voz tan cavernosa que sobresaltó los huesos de Lacan. “Solo he venido a mirar el jardín” dijo y sonrió. “Pues, lárguese, estoy esperando al ángel de la comida”. “Soy yo” dijo Lacan y mostró una arrugada propaganda de Macdonald´s que estaba en el bolsillo derecho de su gabán. El mendigo abrió los enormes ojos oceánicos y un gran tiburón blanco apareció en ellos. El tiburón del hambre. El folleto mostraba una triple hamburguesa con pepinos y queso. Lacan ayudó al mendigo a incorporarse y caminaron juntos las tres cuadras que los separaban del local Mcdonald´s. Ya tendría tiempo de ir a hundir sus zapatos en la Ciudad de los Excrementos. “Está lloviendo” dijo el mendigo. “Sí” respondió Lacan, lo abrazó y apuraron el paso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario