jueves, 17 de diciembre de 2015

Los hijos de Darwin (fragmento)



Pintura del artista plástico argentino Sergio Santini

*

La puerta que daba a la terraza estaba cerrada con llave. Bien. Ahora ¿qué? “El matafuegos papá, usá el matafuegos” y yo que te decía que no estés tanto tiempo frente a la pantalla del televisor, le dije, y ella sonrió orgullosa. Le di dos codazos al vidrio de la caja que contenía al artefacto y lo desenganché de la pared. Dos, tres, cuatro, nueve golpes desesperados contra el cuerpo de aquella puerta y nada sucedía. El ruido del agua comenzó a sentirse más cercano, más furioso y violento. 

Mi hija me jaló la pierna y señaló hacia abajo. Allí, en ese hueco que dejaba la escalera por la que habíamos subido, se veía la sinuosa serpiente de agua que iba velozmente ganando altura. Nos ahogaríamos si esa maldita puerta no cedía. Pero, aunque cediese, ¿qué haríamos en la terraza los dos solos con la ciudad bajo el agua? (eso porque en ese entonces, ingenuamente, creí que solo se trataba de aquella ciudad donde estábamos pero no, era el mundo entero quien se estaba ahogando).

Comencé a golpear la puerta con una fuerza tal que a mí mismo me sorprendió. La punta del matafuegos estaba toda abollada, temía que aquella cosa pudiese explotarnos en el rostro (¿Pueden explotar los matafuegos? No lo sé, pero eso temí en ese entonces). Finalmente la puerta cedió y ganamos el aire del día. ¡El cielo, Dios mío, qué le había sucedido al cielo! Estaba como si alguien lo hubiese grafiteado con aerosoles de distinto color. Y tan cercano que daba la impresión de que bastaría estirar la mano para tocarlo. La ciudad había quedado sepultada bajo el agua, solo los edificios más altos asomaban una débil cúpula. Nosotros estábamos sobre uno de ellos. Aunque no por mucho tiempo. El agua ya nos estaba mojando los pies, nada podíamos ya hacer. Éramos mi hija y yo en la terraza de una de las pocas obras del hombre que todavía se dejaba ver. Solo un milagro podía salvarnos. Y el milagro llegó.

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